Todavía me es complicado hablar de aborto. Nunca he vivido uno, no he sido acompañante (aunque una de mis metas es capacitarme para serlo) y hasta hace muy poco, tampoco había hablado con mis amigas de sus experiencias. Era una realidad que sucedía a mi alrededor pero que no se comentaba, como tantas otras cosas en Mérida, la ciudad donde nací y viví mis primeros 24 años.
Conforme he afianzado las bases de mi feminismo, mis relaciones con otras mujeres han cambiado y también mi postura hacia el aborto. No fue una cosa de un día para otro, como tampoco lo fue, en su momento, pasar de considerarme en contra de la interrupción de los embarazos a estar muy a favor de que las mujeres decidan qué hacer. Lo que sí sé es que pasó gracias a que otras mujeres compartieron. A que hicieron campañas, reportajes, testimonios. Me animé a empezar a hablar porque existía una conversación local, latinoamericana y global a la cual unirme, así que quiero continuar ese empuje para otras mujeres.
Y aquí entran dos cosas de las que me he convencido, tanto en mi labor como escritora como en mi poca experiencia como activista: creo en el profundo poder que pueden tener las historias para dar luz sobre temas complejos y también que nadie le debe su propia historia a los demás. Por lo tanto, no le toca solo a las mujeres que han abortado alzar la voz y contar sus experiencias, nos corresponde a todas asegurarnos de que esas palabras sean escuchadas con el respeto que se merecen y nos toca también hablar desde nuestras convicciones, cuando no desde nuestras vivencias. Nos toca acompañar, hacer comunidad.
Hay a quienes les parece que esta “ola verde” se ha convertido en una moda, que es un símbolo que pierde poder entre más mujeres jóvenes lo lleven consigo. Y puede ser que corramos el riesgo de simplificar algo que tiene muchas aristas, pero por el momento a mí lo que me emociona de los pañuelos verdes es que empiezan conversaciones y al verlos me recuerdo que cada vez somos más las que estamos comprometidas con abrir la boca y los brazos, poner el cuerpo para las compañeras y escuchar lo que necesitan, para que sus historias caigan en terreno suave y fértil.